La aspiración de la ciudadanía a acceder a un trabajo digno que permita desarrollarse profesionalmente a lo largo de la vida, entendida esta con criterios de calidad, se revela como una constante en los últimos años, como pone de manifiesto entre otros eventos el Tratado de Bolonia. A esta demanda responden los esfuerzos por regular tanto el ámbito laboral como la formación, ya sea formal como no formal. Contextos en los que la orientación para el empleo se plantea hoy como una necesidad ineludible, por considerar que el trabajo remunerado es determinante en el ejercicio y desarrollo de la autonomía de las personas, no sólo en su dimensión económica, sino también social, política, cultural, afectiva…
En la definición de las competencias necesarias para desenvolverse en el amplio, plural, dinámico e incierto mercado de trabajo se valora precisamente la flexibilidad o capacidad de adaptación del trabajador o trabajadora a entornos laborales diversos; pero también, más allá de las demandas cambiantes del mercado de trabajo, importan las necesidades y requerimientos formativos de las personas, trascender la formación específica o especializada para determinados empleos, dotándoles de una formación más general que atienda a su realización personal como ciudadanos y ciudadanas o les capacite para decidir con criterio el rumbo y el sentido que atribuirán a sus propias vidas. En esta línea, la orientación para el empleo tiende a ser una actividad conjunta cuyo objetivo es la elaboración de un proyecto profesional individual, ya sea en los centros escolares y de formación, en empresas y en organismos especializados, o en el marco de otro tipo de intervenciones de carácter no institucional.
Estas aspiraciones, sin embargo, se enfrentan a las crisis de empleo reiteradas, que se vinculan a una demanda de trabajo creciente, a cambios en la actividad productiva, a la amortización tecnológica de puestos de trabajo, a crisis financieras, deslocalizaciones, etc. Las crisis en el empleo tienen como consecuencia la ampliación y profundización de la brecha que separa a los que más tienen de los que tienen menos, y a estos de los que no tienen nada. Crisis en las que no faltan los intentos de redefinir qué signifique el bienestar social. Así, el neoliberalismo ha venido cuestionando las estructuras del bienestar por considerarlas ineficaces para dinamizar el empleo o porque directamente lo desincentivan; los recortes presupuestarios a las políticas del bienestar han ido impregnando los discursos, abogando por la privatización de los sistemas de protección, la flexibilización de las cargas laborales, así como la orientación de las prestaciones hacia necesidades específicas. El Estado de bienestar se considera desde esta ideología un freno para el crecimiento económico, razón por la que las propias políticas neoliberales que se desvinculan del proteccionismo y de la redistribución de la riqueza contribuyen por sí mismas a profundizar la brecha social.
Las dificultades de integración y los riesgos de precarización afectan sensiblemente a ciertos colectivos, al tiempo que se incrementa también la sensación de inseguridad y vulnerabilidad en todo el cuerpo social. Todos estos cambios nos obligan a redefinir la exclusión social como algo que va más allá de la pobreza, designando la dificultad para el desarrollo personal, la inserción sociocomunitaria y el acceso a los sistemas de protección. Es el resultado de un modo de entender, construir y gestionar la sociedad, proceso que se estructura según el doble principio de las relaciones sociales: de producción, lugar ocupado en el puesto de trabajo, estatus de empleo, nivel de ingresos…; y de reproducción, proveniente de mecanismos institucionales como la escuela, políticas públicas, derechos sociales… configurando el entorno inmediato de nuestras vidas
La interdependencia entre los mecanismos de producción y reproducción define las plazas y los procesos de exclusión. Los excluidos son pobres y están expuestos en las relaciones de producción. Están cada vez menos protegidos por los mecanismos de redistribución y transferencia sociales. Aunque hay grados, la mayor parte de los individuos sienten que su posición no es inmune al cambio o al deterioro. La exclusión hoy se define como un estado que cualquiera puede llegar a sentir o una situación por la que puede llegar a transitar en algún momento de su vida. Constituye un proceso global en torno a una serie de conexiones sociales cuya calidad y el control que pueda ejercerse sobre ellas definirán su profundidad y su naturaleza.
Nuestras conexiones sociales tienen que ver con nuestra identidad social, construida en torno al sentido de pertenencia desarrollado hacia determinados grupos e implica reconocer las diferencias respecto a otros grupos; por lo que identificarse como parte de algo representa también la posibilidad o el riesgo de excluir a quienes en algún sentido son diferentes de nosotros. También la identidad, como la exclusión, tiene un carácter dinámico por entenderse como una construcción permanente en contacto con las redes simbólicas compartidas en el seno de las diferentes comunidades de pertenencia. Aceptar el carácter dinámico de la identidad es aceptar la pluralidad en cualquier tipo de comunidad de la que nos ocupemos y, lejos de representar un problema o una barrera, debería ser vista como un principio socio-educativo sin el cuál resulta imposible educar para la ciudadanía en una sociedad democrática; algo que agencias de socialización tan importantes como la familia y la escuela deberían sentirse obligadas a atender.
Así pues, lejos de ser una plataforma que oriente hacia la exclusión, el reconocimiento de las diferencias, de la diversidad, debería ser la oportunidad de aprender del otro, del diferente. El concepto de diversidad frente al de diferencia, aporta esta dimensión positiva de reconocimiento y de aceptación de los valores del otro. En este sentido, la acción docente o educativa debería ser auténtica, comprometida con la inclusión y contraria a todo aquello que excluye o limita las posibilidades de desarrollo de unos frente a otros, lo que coincide con el artículo sexto de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Es la vida escolar la que debe ser coherente en el ejercicio de la inclusión y el trabajo compartido para que se consolide en las escuelas y en la comunidad. Como sugieren Fullan y Hargreaves (1997), las escuelas son una de nuestras últimas esperanzas para reconstruir un sentido de comunidad.
Las referencias a los procesos que han dado nombre al fenómeno de la globalización son a menudo contrapuestas. Si por un lado se transmite una interpretación despolitizada que enfatiza las TIC, la transferencia de conocimiento y el mestizaje cultural; por otro, se enfatiza y cuestiona la concentración sin precedentes de poder económico y político. Entre ambos polos podemos ubicar una gama de posibilidades y de propuestas de intervención en este ámbito socio-educativo, ya sea que lo pensemos en términos más globales o ya lo hagamos de forma local, situacional o contextual. En cualquier caso, entendemos que en educación/formación ha de ser siempre un referente prioritario el análisis de las diferencias o diversidad concurrente en los usuarios de dicho servicio para, con criterios de equidad y de justicia, distribuirlo atendiendo a las necesidades que las personas y/o colectivos demandantes ponen de manifiesto. Este principio que constituye ya un tópico en el ámbito al que nos estamos refiriendo rara vez se cumple, a menudo dicho incumplimiento trata de justificarse aludiendo a motivos estructurales, a condicionantes y determinaciones que suelen ubicarse más allá de la responsabilidades concretas de los agentes sociales encargados de cumplimentarlo, desatendiendo la orientación compensadora y redistributiva que la ciudadanía demanda al Estado de Bienestar para romper el círculo vicioso de la pobreza: pobreza – bajas expectativas – fracaso escolar – pobreza. Por ello es necesario reivindicar una vez más en este tipo de formación/capacitación el concepto de justicia social para que la educación, entendida como bien público, distribuya de forma más equitativa los recursos y beneficios que se le suponen para el acceso y permanencia en el mundo del trabajo, para el acceso a bienes y servicios, para las relaciones y conexiones sociales que se requieren para el desarrollo humano en comunidades y contextos incluyentes.
A poco que profundicemos en el análisis de estos servicios y prácticas observaremos que la discriminación no se refiere sólo a no tener acceso, sino a tener un acceso deficitario o de baja calidad. Estamos refiriéndonos a prácticas sociales que plantean claramente cuestiones morales a cerca del sentido y de las consecuencias de las acciones o actuaciones que se llevan a cabo. Hay que desmentir, como sugiere Connell (1997) que las desigualdades educativas sean un problema de minorías desfavorecidas, pues los datos indican que hay otra minoría altamente favorecida y, en medio, gradaciones de ventajas y desventajas, sin embargo los chicos y las chicas pobres padecen los efectos más graves del modelo. Es necesario desmentir también que estos chicos y chicas sean culturalmente diferentes, no existe una cultura de la pobreza; por el contrario, la investigación social revela la semejanza cultural entre grupos más y menos pobres. El fracaso de las reformas educativas en las que se han aplicado soluciones técnicas (“Escuelas Eficaces, “Pago por Resultados”, etc.) nos revela que no estamos ante un problema meramente técnico de “quién” y “cuánto” sino, como hemos sugerido, un problema moral, de indiferencia hacia la propia naturaleza de la educación, hacia el “qué” y los “porqués” de unas opciones frente a otras posibles (Wrigley, 2007).
Un ejemplo de lo que venimos diciendo es el vinculado al desarrollo de las NTIC y reconocido ya de forma generalizada como el problema de la "brecha digital", en un doble sentido; el primero, relacionado con el acceso desigual de la población mundial a dichos recursos, en un mundo gobernado por las reglas del capitalismo global; el segundo tiene que ver con los intereses de ese mismo capitalismo por someter a la mayoría de la población bajo el yugo del consumo; así, la escuela, el currículo, el profesorado de los lugares en los que la población sí puede acceder a los recursos tecnológicos, no enseñan/capacitan a los estudiantes para utilizarlos de forma proactiva y creativa, para producir y divulgar discursos y producciones propias, sino para reproducir los ya elaborados por los centros de poder o la dirección de las grandes empresas multinacionales; la educación en este sentido más que estar al servicio de las personas, estaría instrumentando la tecnología para poner a las personas al servicio de los intereses de las multinacionales y del consumo.
Aunque poderosos intereses sociales se oponen a la reconstrucción de la escuela y del currículo hegemónico en el que se perpetúan esos procesos que privilegian las visiones de los grupos más favorecidos, aspirar a la justicia social en contextos formativos supondría que en el curriculum se hiciera una opción prioritaria por los intereses de los menos favorecidos; como puede ser plantear los temas económicos desde la perspectiva de las personas pobres, los de genero desde el punto de vista de las mujeres, los raciales o étnicos y territoriales desde posiciones indigenistas, los de sexo desde planteamientos homosexuales, etc. (Adams, Bell y Griffin, 1997).
Esta justicia curricular (connell, 1997: 63 y ss.) demanda también la participación activa de todos los estudiantes en el curriculum durante procesos comunes de escolarización, descartándose de ese curriculum común procesos de agrupamiento, selección, clasificación y evaluación competitivas; orientándose, por el contrario, hacia prácticas no jerarquizadas de aprendizaje y de cooperación basadas en ese curriculum común que, por requerir la participación de los estudiantes en la toma de decisiones, y garantizando la de los menos favorecidos, puede considerarse inclusivo y culturalmente diverso, comprometido con la producción histórica de la igualdad (Apple y Beane, 1997).
Referencias
Adams, M.; Bell, L.A. y Griffin, P.(1997). Teaching for diversity and social justice. New York: Routledge.
Apple, M.W. y Beane, J.A. (1997). Escuelas democráticas. Madrid: Morata.
Connell, R.W. (1997). Escuelas y justicia social. Madrid: Morata.
Fullan, M. y Hargreaves, A (1997). ¿Hay algo por lo que merezca la pena luchar en la escuela? Morón: Publicaciones MCEP.
Wringley, T. (2007). Escuelas para la esperanza. Madrid: Morata.
Artículo publicado en TAVIRA: Revista de Ciencias de la Educación (2008), nº 24: 7-12.