La complejidad de la tarea educativa en contextos institucionales como la escuela y su naturaleza social, por lo tanto conflictiva, hace que surjan cada cierto tiempo y de forma recurrente propuestas orientadas a acortar y simplificar el camino, nunca lineal, de diálogo, negociación e influencias que ha de ir regulando situacionalmente las relaciones en esos espacios, de modo que podamos considerados efectivamente educativos. Suelen coincidir estas propuestas con campañas mediáticas que amplifican el eco de conflictos entre los agentes escolares: profesorado-alumnado-familia-administración-escuela-sociedad... La más reciente de estas campañas orquestadas ha sido la promovida por el Partido Popular en su programa de oposición al gobierno durante la presente legislatura, presentándola como la alternativa idónea al "desgobierno de las escuelas socialistas".
En esta ocasión se hace eco de las reivindicaciones del profesorado frente a la administración educativa para paliar el deterioro de su imagen, que dicho sector vincula directamente con la escasez de inversiones y de recursos considerados necesarios para hacer mejor su trabajo. Sólo hay que analizar la evolución plana de los presupuestos en educación frente a las necesidades de atención educativa, cada curso mayores, para comprender la razón que asiste al colectivo. Sirva para ilustrar esta afirmación el efecto sobre la escuela del extraordinario incremento migratorio y reconocer las necesidades educativas específicas de los niños y niñas que se han incorporan masivamente a la institución en los últimos años procedentes de otros países; un fenómeno que tiene lugar justo cuando íbamos a empezar el ciclo de la calidad, años noventa, habiendo dejado atrás no hacía mucho tiempo el de la extensión de la escolarización.
En estas estábamos cuando el partido de la oposición vino a agitar el debate educativo, una materia sobre la que históricamente se reclama un pacto de estado para que deje de ser zarandeada como lo ha sido durante la etapa democrática, convertida en piedra arrojadiza con la que hacer oposición y siempre con un calculado sentido instrumental respecto de la oportunidad política y desde premisas ideológicas; en el caso de la derecha más próximas a las relaciones jerárquicas que a las dialógicas, a las autoritarias que a las democráticas, a las impuestas que a las negociadas, a las que generan dependencia que a las que propician autonomía; propone "restablecer la autoridad del profesorado" por vía legislativa. Es el gobierno de la Comunidad de Madrid, en el que se miran los sectores económicos más neoliberales y el conservadurismo político más audaz, el que plasma dicha estrategia en una ley de Autoridad del Profesor, por la que es reconocido como autoridad pública, que le garantiza una protección especial en el Código Penal y castiga con penas de 2 a 4 años de cárcel a quien atente contra ella; adquiriendo, además, dicha autoridad presunción de veracidad, lo que significa que su palabra tiene más valor que la de un ciudadano o ciudadana de a pié; permitiendo a la fiscalía a perseguir de oficio los delitos contra estos funcionarios. Afortunadamente esta estrategia no ha cuajado en otras fuerzas políticas del arco parlamentario español, rechazándose en el Congreso de los Diputados la iniciativa presentada por el Grupo Parlamentario Popular.
Para conocer qué hay de cierto en la alarma provocada por la estrategia propagandística y publicitaria del partido de la oposición en España deberíamos interesarnos por datos más consistentes y contrastados desde el punto de vista científico. Se puede hacer referencia, por ejemplo, al estudio realizado por el Observatorio Estatal de la Convivencia Escolar en el curso 2007-08, en el que participaron 301 centros de Educación Secundaria, 23.100 alumnos y 6.175 profesores en 17 Comunidades Autónomas con la participación también del Ministerio de Educación y Cultura. En él se concluye que las conductas disruptivas son síntoma de problemas más profundos.
En primer lugar, de la inadecuación de los contenidos curriculares a los intereses y niveles de los alumnos: sobrecarga en contenidos, academicismo, primacía del currículo sobre los intereses y preocupaciones de los alumnos; así, en el estudio del Observatorio un 34% del alumnado manifiesta no entender la mayoría de las clases y un 67% que éstas no despiertan su interés.
En segundo lugar, el sistema educativo aún no ha encontrado cómo tratar eficazmente la diversidad de los estudiantes; en épocas anteriores sólo estudiaban determinados grupos de alumnos y había itinerarios para encauzar a los buenos, los menos buenos y los malos estudiantes. Ahora, la educación atiende a todos, chicos y chicas con distintos intereses, motivaciones, actitudes, etc.; la rigidez del currículo, la inflexibilidad de los programas, la uniformidad de las enseñanzas son todavía obstáculos importantes que impiden la adecuada atención a la diversidad del alumnado.
En tercer lugar, la organización de los centros de secundaria es la misma que atendía a alumnos seleccionados y motivados. Un ejemplo, el profesorado se organiza por departamentos didácticos, cuando los problemas se concentran en grupos concretos de 2º A o 1º C; ¿Cuándo se reúne el profesorado que da clase a estos alumnos para analizar estas situaciones y establecer criterios comunes de actuación, ya no organizados por asignaturas? No hay espacio ni tiempo previstos para ello.
En cuarto lugar, y no menos importante, la falta de formación para abordar estas situaciones que caracteriza al profesorado de secundaria. Con una pésima formación inicial, la mayoría tiene que llevar a cabo un aprendizaje de "ensayo y error", aprendiendo sobre la marcha y en solitario cómo hacer frente a estas situaciones.
También habría que preguntarse por el papel que juega el alumnado en los centros. En general, los alumnos son los grandes ausentes del proceso educativo, apartándoles sistemáticamente de la toma de decisiones, hurtándoles la posibilidad de opinar y valorar situaciones, evitando su concurso y compromiso en las soluciones; cuando está demostrado que el clima social de los centros que ofrecen oportunidades de participación activa a los estudiantes mejora considerablemente.
Conceptos que conviene distinguir y que a menudo han estado mezclados, quizá de forma interesada, en este debate son el de autoridad y poder; de hecho las iniciativas legislativas de la derecha lo que hacen es reforzar el poder del profesorado, caracterizado por la capacidad de conseguir determinadas conductas mediante castigos y recompensas, frente al concepto de autoridad que se basa en la capacidad de influencia, en el prestigio moral que convence a las personas para que, sin necesidad de recurrir al poder, asuman determinados comportamientos. En términos educativos el debate nos sitúa entre dos opciones claramente diferenciadas: la razón de la fuerza o la fuerza de la razón.
Para finalizar, no me resisto a incluir aquí una carta al director publicada en el Diario El País el 20 de septiembre de 2009, firmada por Joan M. Girona, profesor de Educación Secundaria, que resume de forma vívida los argumentos educativos a los que hemos ido aludiendo:
El artículo firmado por Juana Vázquez (EL PAÍS, 15 de septiembre) induce a pensar que hay mucha violencia en las aulas y que éste es el principal problema de la enseñanza.
La convivencia entre personas incluye los conflictos. En el campo educativo, también. No es pensable una escuela sin conflictos, como no es pensable un grupo de personas conviviendo sin ningún conflicto. Antes de hablar alegremente de violencia habría que pensar que los alumnos de los institutos son adolescentes y sus profesores, personas adultas.
Un adulto puede entender a un o una adolescente. Un padre (o madre) puede entender a unos hijos adolescentes. Éste es uno de los trabajos del profesor de secundaria. El adolescente necesita rebelarse para ir afianzando su personalidad, para crecer y madurar como persona. Es tarea de los adultos más cercanos, en primer lugar, los padres o personas que hacen esta función y, en segundo lugar, sus profesores y profesoras, contener esta rebelión. Si se entiende que los adolescentes se rebelan para crecer; que se rebelan, en parte, contra ellos mismos; que se rebelan contra el mundo adulto que les pone (y les debe poner) límites. Si los profesores entienden que las actitudes de sus alumnos no van contra ellos como personas individuales, sino contra lo que representan (el poder del mundo adulto), sus reacciones serían más tranquilas, más adultas, no se sentirían atacados por los estudiantes y las actitudes contestatarias se reducirían: los conflictos disminuirían. El papel del adulto frente al adolescente debería ser como una pared de frontón acolchada que devuelve la pelota, pero con menos fuerza, que atempera los impulsos de los jóvenes.
Todo profesor tiene el poder que le confiere su cargo, pero la autoridad frente a sus alumnos debe ganársela día a día con su actuación adulta, imparcial, equilibrada. Imponiendo los límites que sus alumnos necesitan, con la adecuada flexibilidad y mostrándoles su aprecio y confianza. No es un trabajo fácil, es un trabajo necesario si se quiere enseñar educando o educar enseñando, que es el oficio de todo profesor.